“¿Y si a la hora de soplar las velas de este siglo centenario se abriera un concurso para designar el objeto del siglo XX?”[1]
Hallar un objeto del siglo que pasó. Uno sólo. Menuda tarea. ¿Cómo llevarla a cabo? Descartando, dejando a un lado todo aquello cuya forma, naturaleza o esencia no se ajusten a lo que por “objeto” se entiende. No se trata de un “trasto” como lo dice el autor, de una “cosa” al lado del camino como el yelmo o el hacha de Heidegger, es un objeto que pueda guardar memoria a través de sus rasgos, que pueda a su vez, resistirse al olvido a la “celebración y propaganda” Y no es tampoco un resultado, un fin, como una bomba cuyo poder destructivo tiene como medio elementos de la ciencia pensados para el mejoramiento de la vida humana, no; es algo que está más allá de una cierta apariencia con visos de una naciente forma.
¿Por qué preguntarse por un objeto? ¿Para presentárselo a quién? ¿A la cultura, a la historia, al conocimiento? No. Se pregunta por un objeto para develar lo más ejemplar y representativo, lo que da imagen, experiencia y símbolo al pensamiento de los últimos cien años que quizá no sean los últimos, más son un cúmulo de reformas paradigmáticas. Pero volvamos a la búsqueda de un objeto. Si acaso algo ha atravesado el siglo con pasmosa claridad es la destrucción, pero ésta es tan antigua que tal vez sólo ahora nos percatamos de ello. Y aunque los medios han acercado las catástrofes al estremecimiento global, no es sólo la destrucción lo que impera en la búsqueda de un objeto representativo, es lo que conlleva a la misma, el residuo de esta, algo que sea “verdaderamente moderno” algo sólido y concebido para durar, como la ruina, objeto de carga simbólica que deja “la huella, la medida y el emblema”[2]
La ruina es un objeto a su vez formado de otros objetos, ruina sumergida y devorada por el tiempo que construye una memoria, una historia del “tiempo en que fue, y de lo que fue” un rastro que alumbra en la noche del pasado por el que se transita para conocer lo ya lejano. Desde una distancia se observan las ruinas, se leen, se subliman las grietas y resquebrajaduras por donde se intenta escapar el último respiro de una época ausente pero presente en la apariencia. No es el añorar el regreso a las formas e ideas puras de belleza, como la obra de Henry Fuseli El artista conmovido hasta la desesperación por la grandeza de los restos antiguos, 1778–79 es la memoria como una huella material donde el objeto es un vehículo de la comprensión cuyo medio es el lugar. El lugar donde todo ha ocurrido. “todo roto en mil pedazos, pero en su lugar”[3]
¿Y cuándo se han llevado los frisos de la batalla de los centauros del Partenón, su lugar original, al museo de Londres, en dónde queda este lugar? Desprendidas de su mundo, las ruinas del templo griego son parte de un lugar no-lugar, un museo de historia donde la memoria se encierra y tiene espacio la consideración pública de los objetos para su apropiación, contemplación o conmemoración. Cumpleaños de Botero, vamos al museo de Antioquia, coloquemos unas flores al lado de su gato, de su mujer gorda, tomémonos una foto como otro tipo de memoria, vendamos postales, hagamos de esto en última instancia un mercado.
Las fechas que se recuerdan dirigen de un presente convulso y continuo a un pasado en apariencia detenido en el tiempo, se erigen monumentos para invocar la gloria de aquellos días de la memoria[4] y que no se pierda para las generaciones que ya habrán de aprender algo de aquellas figuras de piedra, como la ubicada a la entrada del Museo Nacional cuyo nombre se pierde entre el polvo de los carros y el agua que lo tapa con barro. Esta escultura callada, como todo a su alrededor reclama memoria. La memoria digital, la memoria de los novios, los esposos, de los hijos, las memorias de los congresos de diversos estudios, la memoria deportiva, la memoria de las bibliotecas, de la pintura, etc. Por eso el llamado a vaciar la evidencia que no es otra cosa que deshacerse de los hechos y preguntarse ¿Alrededor de que se levantan estos monumentos? “¿qué ausencia pretende reparar la industria del recuerdo?”[5]
Una ausencia que niega la memoria. Negación cuyo ejemplo dramático en el caso de la Shoah es el holocausto cuyos dispositivos para ejecutar la acción de aniquilar, son consideradas máquinas perfectas que eliminan de forma precisa el recuerdo. Pero forzar un hiper-olvido, el que unos seres humanos sean dueños de la memoria de otros no es una práctica de este siglo. Las culturas que han conquistado a otras desde la época de la lanza y la piedra han procurado borrar todo recuerdo de lo existente para proclamar como auténtico aquello que el conquistador trae, se hizo con pueblos de la antigua Grecia, con los gitanos, con la población armenia del Cáucaso masacrada por los turcos a finales del XIX o sin ir muy lejos, los templos indígenas que fueron reemplazados por iglesias o los códices quemados de los que sobrevivieron algunos de aquel holocausto al ser enterrados.
Eliminar el otro, reducir todo a una inexistencia y a la idea según la cual “aquí no ha pasado nada” es una práctica que no se inventó en este siglo, la “solución final” puede que se halla nombrado en él, pero su hacer es tan antiguo como la humanidad misma, por algo el dicho que ya suena a Perogrullo según el cual, la historia, la escriben los que ganan. Pero ahí están las ruinas, “escombros de objeto que forman huella para un alguien eventual”[6], están para que se descifre su enigma y se interpreten como un objeto en el que algo reside más allá de la memoria, donde habrá que preguntarse por lo ausente más que por lo presente, por el contexto pasado del recuerdo y el mundo original del que la ruina hacía parte. ¿Cómo hacer ver lo que carece de huella visible y es inimaginable?[7] El cine, la obra-del-arte[8], da una respuesta.
Un filme puede que no haga historia o fabrique memoria, pero hace ver que algo está ahí, que algo acontece y se hace visible en nuestro presente. En este sentido puede ser un “tratado de filosofía danzante y en colores”[9] Shoah da una mirada, ofrece una visión de lo ocurrido captando tantos acontecimientos que “una biblioteca no habría alcanzado para eso”[10] Las ruinas están ahí, pero se van agotando, el filme y la obra ruedan, se van transformando. Es en el arte donde habrá de continuarse la pregunta por el objeto del siglo, y no entendiendo este objeto como una obra en sentido singular, sino de ver en el arte “un instrumento concebido para hacer ver lo que no podemos representar ni en palabra ni en imagen”[11]. El arte, por su carácter ligado al pensamiento, podría mostrar aquel objeto.
El arte puede hacer visual lo más irrepresentable, lo no visible. Y así como la sistemática eliminación ejemplificada en la obra Shoah, muestra lo innombrable, lo ausente, Wajcman va a tomar de ejemplo dos obras que son en sí mismas máquinas de interpretar para mostrarlas como objetos pensantes que ayudan a mirar el mundo. Estas obras, “Rueda” del francés Marcel Duchamp y Cuadrado del ruso Kazimir Malevich enmarcarán el arte del siglo xx situado en el doble signo del “más-objeto y del menos-objeto o del todo objeto y del ningún-objeto-en-absoluto”[12] El ready-made y la abstracción dan su asiento al arte contemporáneo, una y otra obra, escultura y pintura, contienen el siglo, lo apresan.
Es necesario entonces volver a la ausencia de los objetos para encontrar en ella, su esencia. En la obra de Duchamp, La rueda, la ficción discursiva descentra el objeto del lugar, La fuente es pero ya no es un orinal, la mirada ha cambiado. Fue necesario un cambio en el paradigma de la visión y dejar de creer que no se ve que está ocurriendo, como el ejemplo de Watson quien con todo a la vista no puede razonar sobre lo que ve o la mirada perdida que no ve la Carta robada de Poe enfrente de todos. Tras su apariencia las obras “piensan, intensamente, el pensamiento de estas obras no está fuera de ellas, sino en ellas, en su materia, en su forma; y hay que ir a buscar por el contrario, en su carne.”[13] El enigma de la obra está a la vista de todos, está en la obra como respuesta, respuesta que a menudo nos interroga, es cuestión de aprenderla a ver.
Si el Arte no existe[14] y lo que hay es un conjunto de obras, de manifestaciones, o si existe como ente independiente e inmaterial al modo de la Idea, es una cuestión de otro debate, en este caso, lo que importa es la tarea de las obras en hacer ver, en dar una imagen del mundo y transformar la mirada. Es claro que la pintura ya ha sido usada para estructurar esta visión, el papa Gregorio el Grande que vivió a finales del s. VI por ejemplo, recordaba que muchos de los miembros de la Iglesia no sabían leer ni escribir, y que para enseñarles, “las imágenes eran tan útiles como los grabados de un libro ilustrado de niños. La pintura puede ser para los iletrados, lo mismo que la escritura para los que saben leer”[15] Pero no es esta perspectiva ni esta visión a la que nos referimos, entonces, ¿Qué nos hacen ver las obras-del-arte que no podemos ver por nosotros mismos? ¿Son anteojos para observar otra realidad?
El problema radica en la novedad, en la invención. La obra modifica la experiencia del espectador, no da una interpretación del mundo sino que cambia la manera de verlo, esta “potencia” de este hacer ver adquiere un tinte especial con la modernidad en la que el arte no reproduce lo visible, vuelve visible[16] modificando y siendo ante todo, creador de mirada. En cierto sentido la pintura abre la posibilidad para que se vea la naturaleza como un paisaje mismo, sitúa la visión sobre ese fenómeno que tal vez había pasado inadvertido, señalándolo, pasándolo por una especie de luz que clarifica los fenómenos del mundo ante todos.
¿Qué vemos, en la escultura La rueda en la pintura Cuadrado? La obra-del-arte enteramente reducida al objeto y enteramente liberada de él. La rueda es una obra nombrada que a su vez expulsa de paso toda filosofía de lo bello[17] en el que el ready-made como objeto, es un producto, no de la industria, sino de un discurso. Esta noción del artista como un Adán nominador tuvo y tiene aún muchas influencias, siendo de recordar las intervenciones del argentino Alberto Greco quien en 1959 en la provincia española de Ávila, designó una comunidad rural como espacio artístico donde todo lo señalado iba adquiriendo el carácter de “obra”[18]. Así, la obra de arte queda reducida a su función enunciativa[19] en la que el objeto se sacrifica a la obra, se rebaja y es sustraído de un mundo de objetos de la industria para ser mostrado, a partir de la firma, como una obra-del-arte.
En aquella desmaterialización, la obra de Malevich es un cuadro que parece ser un cuadrado de la geometría, pero que pintado a grandes rasgos, es un cuadrado de la pintura. Sin estar si quiera bien terminado, busca lo pictórico puro, más allá de un mundo de objetos que son tradicionales. Cuando desaparezca el hábito de ver en los cuadros la representación de pequeños rincones de naturaleza, de Madona o Venus impúdicas, – dice Malevich, solo entonces veremos la obra pictórica. Obra de pensamiento material, pensamiento visible y encarnado en el que el objeto no se expulsa, se vacía.
Ya vaciado, sin los contenidos propios del objeto, la firma autentifica la obra en razón justamente que desidentifica el objeto[20] des-significado, sustraído de su uso, la identidad de ese objeto serial, no-idéntico es asignado a un lugar ajeno al original. He aquí que de pronto un objeto, común y corriente de la cotidianidad tiene un autor, y se empieza a reconocer, no ya por el defecto y el error del cuchillo que no corta, en medio del anonimato de la industria un sujeto que saca el producto de la serie revelándose la lógica constitutiva del objeto, la obra, el autor y el espectador a quien finalmente se muestra algo.[21]
El ready-made es una revelación al despotismo del útil, a la tradición. El banquito donde se sostiene la rueda por ejemplo es un pedestal, soporta y eleva la rueda que en esa posición, en ese lugar y sin neumático, es puro vacío de función como otros objetos de la obra de Duchamp, elementos sin; rueda de bicicleta sin neumático, pero también pala para nieve sin nieve, escurre botellas sin botellas, peine sin cabello[22] El objeto del siglo mora en el arte, en los objetos creados a partir no ya de la escultura o la pintura sino del gran vacío, de una ausencia que mientras la obra-del-arte busca y da respuestas, se llena en la dinámica del capital, con ceros en un cheque.
Luis Felipe Vélez
Bogotá Mayo 2013
[1] Wajcman Gerard, El objeto del siglo, p, 11 Amorrortu editores BsAs 2001
[2] P, 14
[3] P, 16
[4] No es gratuito que estas palabras, (memoria y monumento) contengan la misma raíz latina, monumento viene de monumentum que a su vez está formado por «monere» que significa recordar y de «mentum» que significa instrumento.
[5] Wajcman, pág. 18
[6] P, 21
[7] P, 22
[8] “Mas que obras-de-arte se trata de obras-del-arte, esencial de lo múltiple, donde cada objeto cuenta” Wacjman p,34
[9] P,33
[10] P,23
[11] ibíd.
[12] P,29
[13] P,32
[14] Cf Numeral 5 p,34 de Wacjman
[15] GOMBRICH E. H., Historia del arte, p, 135, Paidos
[16] Wacjman, P,37
[17] P,44
[18] “El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñara a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñara a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte. El arte vivo es contemplación y comunicación directa. Quiere terminar con la premeditación, que significa galería y muestra. Debemos meternos en contacto con los elementos vivos de nuestra realidad. Movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumora, lugares y situaciones”. Arte Vivo, Movimiento Dito. Alberto Greco. 24 de julio de 1962. Hora 11:30 Alberto Greco
[19] Wacjman, p, 45, cita de Thierry De Duve
[20] P,60
[21] Véase diagrama p, 66
[22] P,78