Por Alma Brutau
Te despiertas en el aeropuerto JFK.
(p. 40- 43) El club de la pelea, Chuck Palahniuk
Al aterrizar, soy un neumático que se forma y se hincha cuando una rueda choca con un golpe sordo contra la pista de aterrizaje y el avión se inclina hacia un lado y se debate por un instante entre enderezarse o volcar. Durante ese instante nada importa. Mira las estrellas y habrás desaparecido. Nada importa. Ni tu equipaje ni tu mal aliento. Por las ventanillas se ve la oscuridad del exterior y se oye detrás el rugido de las turbinas. Si la cabina se inclina y adopta un ángulo impropio con las turbinas en marcha, nunca más tendrás que presentar otra demanda de indemnización. Necesitas un recibo para reclamar objetos cuyo valor supere los veinticinco dólares. Nunca más tendrás que cortarte el pelo.
Otra sacudida y la segunda rueda choca contra el asfalto. Se oye el ruido que hacen las hebillas de cien cinturones de seguridad abrirse y el amigo de un día que se sienta a tu lado, y con el que has estado a punto de morir, te dice:
Espero que consiga encauzar esa carrera.
Sí, yo también.
Y éste es el tiempo que ha durado todo. Y la vida continúa. Y no sé cómo nos conocimos, por casualidad, Tyler y yo.
Te despiertas en un aeropuerto de Los Ángeles.
Otra vez.
Mi amistad con Tyler nació porque fui a una playa nudista.
Fue a finales de verano, mientras dormía. Tyler estaba desnudo y sudaba, rebozado en arena, con el pelo húmedo y desgreñado cubriéndole la cara.
Tyler llevaba ya mucho tiempo por aquí antes de que nos conociéramos.
Tyler sacaba del agua los troncos que iban a la deriva y los arrastraba playa adentro. Ya había clavado varios troncos en la arena húmeda, con varios centímetros de separación y formando un semicírculo que se levantaba hasta la altura de los ojos. En total había cuatro troncos, y al despertarme observé cómo Tyler arrastraba un quinto tronco playa adentro. Tyler excavó un agujero junto a un extremo del tronco, levantó la parte superior y el tronco se deslizó en el agujero, y quedó de pie adoptando un ligero ángulo.
Te despiertas en la playa.
Éramos las únicas personas que había en la playa.
Con un palo, Tyler trazó en la arena, una línea recta a varios metros de distancia. Volvió a enderezar el tronco y compactó a pisotones la arena alrededor de la base.
Fue el único que presenció la escena.
Tyler me pidió que me acercase y me preguntó:
-¿Sabes qué hora es?
Yo siempre llevo reloj.
-¿Sabes qué hora es?
Le pregunté: ¿Dónde?
-Aquí y ahora- me dijo Tyler.
Eran las cuatro y seis minutos de la tarde.
Al cabo de un rato Tyler se sentó en la sombra de los troncos enhiestos con las piernas cruzadas. Tyler permaneció sentado unos minutos, se levantó y se dio un baño, se puso una camiseta y unos pantalones elásticos y se dispuso a marcharse.
Tenía que preguntárselo.
Tenía que saber qué había estado haciendo Tyler mientras yo dormía.
Si me despertara en un lugar distinto, en un momento diferente, ¿lograría despertarme siendo otra persona?
Le pregunté a Tyler si era artista.
Tyler se encogió de hombros y me indicó que los cinco troncos eran más anchos por la base. Tyler me mostro la línea que había trazado en la arena y la forma en que había calculado con ella la sombra proyectada por cada tronco.
A veces te despiertas y tienes que preguntarte dónde estás.
Lo que Tyler había creado era la sombra de una mano gigantesca. Sólo que ahora sus dedos eran tan largos como los de Nosferatu y el pulgar era demasiado corto, aunque me dijo que a las cuatro y media exactamente, la mano sería perfecta. La sombra gigantesca de la mano era perfecta durante un minuto y durante un minuto perfecto Tyler había estado sentado sobre la palma de esa perfección creada por él.
Te despiertas y no estás en ningún sitio.
Un minuto era suficiente, dijo Tyler; hay que trabajar duro para lograrlo, pero por un minuto de perfección valía la pena el esfuerzo. Lo máximo que podías esperar de la perfección era un instante.
Te despiertas y basta.
Se llamaba Tyler Durden y trabajaba como proyeccionista de cine para el sindicato; también era mesero de banquetes en un hotel céntrico, y me dio su número de teléfono.
Así nos conocimos.
Tyler Durden es más que un personaje de ficción, es un artista que existe por medio de las palabras de su escritor, Chuck Palaunik, quien le da vida a sus más locos proyectos en una historia que entreteje la publicidad, la intimidad y el funcionamiento del sistema, hablando de la crisis y el colapso como una oportunidad de renovarse o perderse en la autodestrucción.
¿Qué esperar de la perfección?
Tocar fondo.
Y perder el sentido.
Que nada importe.
Que importa la perfección, ¿para qué sirve? Sonreír. Todo está muy bien. Perfecto.
Es evidente que Tyler Durden tiene su propio statement, un discurso que va a dar hospedaje a quienes le creen y ven en él, la esperanza de una nueva vida. Su vibra decadente va a ganar millones de seguidores alrededor del mundo, estos regaran la voz convirtiéndolo en leyenda.
¿Qué es la perfección?
Yo le pregunto a Tyler Durden.
¿Un punto culmen? ¿un estándar? ¿un clic? ¿magia?
¿Un pico en el sube y baja de la vida?
En el cosmos habitan la perfección y la belleza y a su vez, el cosmos habita dentro de nuestros cuerpos y nuestras mentes; así como en el caos está la armonía.
En diferentes partes de la narración podemos hacernos una imagen clara de sus obras, ya sea alguna intervención, un happening o una instalación, todas van más allá de los límites y para lograrlas necesitará de un equipo especial que se encargue de la logística. En Paper Street queda la sede principal de la organización subversiva liderada por Tyler para llevar a cabo su arte, los miembros son voluntarios leales preparados para recibir las estrictas instrucciones de su líder, en el que confían plenamente y por el cual estarían dispuestos a morir, pues están ahí para rendirle culto.
Tyler Durden es un ideal, surgió del deseo de ser, como un sueño: es el mal ejemplo que admira el hombre perfecto. Por eso irradia confianza y es tan fácil seguirle, representa las ganas de trascender como algo más, transgrediendo la sociedad, conociéndola para manipularla. No tiene miedo, no pide permisos, es desprendido, pero quiere dejar una huella y marcarnos. Eso lo hace un artista.
Cali, 2021