En una calle extensa y en línea recta, de historias escándalos y encuentros, en el año 2013 se habilitó una convocatoria para intervenir oficialmente algunas de sus paredes que a diario al paso se observan. La calle 26 o avenida el Dorado como también se nombra, fue el escenario de grandes murales no al fresco sino al spray, hechos por artistas que transformaron aquello que en el olvido parecía haber caído. De esta forma sumaron nuevas iniciativas a ese espacio en el que desde hace ya varios años se emplazan instalaciones, monumentos y esculturas de toda una historia del arte público en Bogotá.
Saliendo del aeropuerto, se encuentran a uno y otro lado de la calle esculturas que algunas vez nuevas fueron, ignoradas hoy día, no pierden su carácter de obra en espacio público, sólo se han transformado. Sobre ellas ahora, como en toda la calle, la ciudad y el mundo, habitan múltiples individualidades, firmas, palabras de todos los colores y estilos que se entrelazan como una fibra imbricada formando una nueva superficie, que así se pinte y se arregle, vuelve y aparece, porque es naturaleza urbana imbatible que sobre todo crece.
Estas obras fueron instaladas hace más de quince años, respondiendo a iniciativas que para el momento consideraban el arte público como una escultura inmersa en la ciudad, acaso estorbando o siendo un referente como «El viajero» del escultor Antonio Seguí que mide más de 8 metros en aluminio y representa una persona que camina presurosa con su maleta mientras el viento mueve su corbata. En este devenir de la calle y viaje en el tiempo, es posible pasar por diferentes momentos del arte público inmerso en la ciudad con una función conmemorativa, como las piedras simbólicas de Cristóbal Colón y la reina Isabel I de Castilla encargadas al italiano Césare Sghninolfi para conmemorar aquel día en que los mundos chocaron sin comprenderse.
Más adelante, un cambio de panorama se hace visible en la idea del arte público de mediados de los setenta, se instalan esculturas abstractas y figurativas como la Doble victoria Alada del escultor Eduardo Ramirez Villamizar o la Intiwatana, Lugar donde se amarra el sol del escultor Fernando Zsyzslo, obras de artistas reconocidos en el espacio público que sin socialización y contextualización, se convirtieron en el lugar para manifestar plásticamente, las voces de los agentes sociales que vivencian inquietudes desde la periferia.
Un poco más arriba, después de la Universidad Nacional, en el cruce de esta calle con la carrera 30, se comienzan a ver en gran formato, murales que representan ideas en imágenes, rostros de mujeres y niños enmarcados en un celeste fondo que logran conjurar estados sensibles del espíritu. Hay cientos de grafitis, de firmas, de construcciones, gritos mudos, iniciales, colores alrededor. Hay cientos de voces hablando un lenguaje quieto, un lenguaje que se mueve con la pintura y no con la velocidad del impulso. Sobre esa avenida yendo hacia los cerros, aparece una escultura cinética que sirve de refugio a personas en la noche para pernoctar y un poco más adelante, un gran muro que hace parte de aquella convocatoria todo hecho de colores, aspecto abundante en estos.
En la misma vía pero en la carrera 27, emerge un mural coronado por la figura central del único que hacia reír al decir la verdad, Jaime Garzón junto a la frase de un periodista deportivo el día del asesinato de este “Hasta aquí las sonrisas, país de mierda…” Esta intervención transformó no solo el espacio, sino la imagen que ya estaba desde tiempo antes ahí, completandola con maíz, parte fundante de la identidad de los pueblos de Latinoamérica, origen y materia prima de la cual según cosmogonías fuimos hechos. Junto a esta imagen, trabajados a rodillo y brocha en un fondo multicolor, se ven pasos que caminan, zapatos, botas, sandalias, patas de perro todos caminan, un pie delante del otro, que ya viene el de atrás a continuar la acción, que ya van, que todos vamos. Para una sociedad que privilegia la visión, estos murales deslumbran por su color, la variedad de sus técnicas, los estilos representativos y la forma como cada quien enuncia su discurso.
Al otro lado de la calle, cruzando el puente, el rostro de un hombre partido en dos marca el inicio y fin de la intervención. Desde una parte de la cara hasta la otra, hay un rio de formas que van y vienen en desorden, en un caos aparente que contiene todo el pensamiento de esta cara de expresiones dubitativas y tristes; cruzando, un mural de contrastes entre rojo amarillo, blanco y negro pintado con esténcil[1] y rodillo, vincula elementos de la explotación de la tierra y la extracción del crudo, una volqueta, el rostro de un minero con la mirada en ninguna parte, sin esperanza, huesos, cuerpos de grandes animales, materia prima de la sangre de la tierra. El fondo del mural es una referencia a esto, signos de pesos, armas y riesgos biológicos, todo acompañado de dos frases, pequeñas, que generan a su vez intertextualidad y dialogo, “El agua es más valiosa que el oro” “Mas no es mejor” junto a este, un mural que mezcla en su fondo pintura y rodillo y en sus letras plantilla y color, propone la frase “Tejiendo esperanza” implementando una especie de degradé en las mismas letras que da un movimiento inusitado en esta práctica. En la mitad de la frase, el rostro de una mujer sonriente que nos mira transmite la esperanza mentada, mujer resplandeciente con sus adornos, los colores y el sol en su rostro, rastro de toda su estirpe.
Terminando esa cuadra, un ojo en lo alto todo lo ve. En una estética que podría denominarse vintage, una niña linda, como de revista le sonríe a la ciudad mientras un pedazo de queso, una berenjena, un tomate y una zanahoria bailan felices y saludables. Abajo, lo que parece ser una pera que se ríe sostiene el letrero “siembra sano y cosecha tus ideas” mientras se apoya en un neumático, residuo de la ciudad industrial que se cumula por millones y se busca de cualquier manera re utilizar. Junto a estos residuos, una vaca que no sabe que está pasando pero está arrojada y encadenada al sistema de consumo humano tiene ya forma de recipiente a la vez que pregunta “¿que come tu comida?” adornada de pipetas de prueba y demás elementos comunes a los laboratorios.
Toda la calle veintiséis es un escenario de múltiples interpretaciones, no solo estas intervenciones sino todas las que le rodean que se hacen con o sin marco, con o sin permiso están creando prácticas discursivas en y para la ciudad que tratan de romper en primera instancia la apariencia de la estética gris común a las ciudades de grandes construcciones y avenidas para convertirla en fracciones de telas donde las personas viven y dicen. Si aún va conmigo en este viaje, antes de llegar a la carrera 13 o la Caracas como la llaman, frente al centro de memoria histórica, nos encontramos un mural que estaba pintado ya pero cuyo referente es indiscutible, pues recuerda las cifras de impunidad cercanas al 97% del magnicidio de la Unión Patriótica a su vez que entre sombras y banderas, recrea la figura de Bernardo Jaramillo Ossa y Jaime Pardo Leal con sus sonrisas francas y sus miradas tranquilas en un país bastante difícil para vivir.
En un fondo negro, la palabra “Memoria” aparece escrita, como una señal que en la noche guía, al lado, figuras amarillas enormes se hunden y salen de la tierra junto a hormigas que flores llevan en sus tenazas, el movimiento de los cuerpos en la tierras es un renacer de aquellos instantes que enterrados se fueron y como memoria volvieron. Este mural que señala directamente un conflicto, narra historias de peligros cercanos pero que a la mirada son lejanos. El desplazamiento forzado, el huir con sus marranos y gallinas en medio de la noche, la mendicidad y el movimiento del capital que invisibilidad hablan con voz propia en este mural que todos los días deja como un recuerdo, lo que las banderas de un partido fueron en un tiempo. Un poco más adelante, frente al cementerio y la mirada de la parca que adorna su entrada, figuras de todas las formas y colores pintadas con pincel y rodillo adornan las paredes laterales de un conjunto de apartamentos acostumbrados ya a la dinámica de la calle transitada y ruidosa. Figuras que pedalean, vuelan van y vienen que revelan una plasticidad diferente.
En el cruce del cemento, en los puentes que se revelan, las firmas abundan, los mensajes, las series, el writting puesto como elemento. Y en medio de estas, pinturas, voces de otras realidades, no las académicas ni estadísticas, las del que está ahí “Catatumbo resiste” “Paz y libertad”, un grito en medio del anonimato que intenta posarse sobre el gris cemento, sin importar si un juicio sobre el gusto salga de ellos. No se trata de si son o no bellas las intervenciones, de si afean o no el espacio, no es una cuestión en la que todos adhieran un discurso sino que cada ciudadano viéndolas, pueda apreciar una proposición que está dirigida precisamente a él y lo que ha vivido.
Y llegando cerca a los cerros, en una pared que mide más de 10 metros, la figura de dos personas que se besan mientras los contempla una paloma. Es curioso como una manifestación puede generar tanto enmascarado pudor, la imagen en cuestión, fue registrada por un periodista grafico en la parte marginal del centro de Bogotá mientras dos habitantes del mismo se besaban. Y que importaba si tenían los dientes cepillados o desde hace cuánto no lo hacían, esas personas se querían. ¿Quién es uno para evaluar el amor de los demás? ¿No es Dios amor? Y se levantó, por lo menos en las columnas de opinión de algunos diarios capitalinos que se distribuyen en lo que llaman provincia, una curiosa discusión sobre los actores de esta manifestación, si era de mostrar o acaso ejemplar reivindicar este gesto en personas que no tienen más que eso.
Este mural hecho con rodillo y con grúas que llevaran a los artistas más allá de muchas casas, depende de cómo se mire inaugura un recorrido que se puede como final. Esta calle es pretexto constante para articular proyectos que logren cavar una distancia entre ciudadanía y manifestaciones estéticas, en ella constantemente se reinventa la utopía de una ciudad como obra de arte o como museo al aire libre con los riesgos que esto pueda traer. Una vez la obra en la calle es puesta, es de la ciudad, de los transeúntes, de la mirada del tiempo y el vigilo de la institución. Depende de la formación de cada sujeto, de lo que se llama cultura que una obra sea o no intervenida, pero esto es prácticamente imposible en algunos lugares, es como arrojar una piedra al rio de la gran ciudad y esperar que no se moje. El concepto de duración en el arte público es algo que varía, no es una constante como en las tradicionales obras de arte, esas a las que estamos acostumbrados y creemos que todo ha de ser igual a ellas, inamovibles, intocables intachables. La ciudad en complicidad del tiempo no cesa, las manifestaciones también, en las materas, en las señales, donde sea, crece como la vida dentro de la vida de la ciudad misma día a día, en una calcomanía, con un lapicero, desafiando los preceptos y lo que esté impuesto en un orden común al que en apariencia algo debemos.