La Materia, la imagen y la cualidad por Santiago García Arias (2 parte)

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La imagen y la luz

El movimiento no puede ser tratado sólo desde el punto de vista de la sucesión en el universo material, éste implicará otras potencias cuando es remitido a otra forma del movimiento y este es el movimiento de la intensidad que tiene como paradigma por la difusión de la luz. La difusión de la luz es la otra cara del movimiento material. La luz y el movimiento se superponen pues no hay movimiento sin luz y transformación de la luz así como no hay luz sin movimiento; se trata entonces de dos tipos de movimiento que se implican pero a la vez difieren pues si la luz se desplaza, viaja, no lo hace como cualquier cuerpo: en principio es pura difusión.  La luz “propagándose siempre no puede ser revelada”, lo que implica que si se revela es porque se ve obligada a reflejarse. Será esta condición en la manifestación de la luz la que define la naturaleza de la imagen, su aparición. La imagen es la identidad entre la cosa y la luz constituyéndose ahora como una superficie opaca.

La aparición de un intervalo en el movimiento material con el que se vincula la imagen a la percepción, en términos de la luz corresponde a la aparición de una pantalla negra que se opone su difusión y la revela. La imagen es ahora una opacidad, definida como una cara privilegiada en el universo luminoso por la cual lo que aparece es lo visible. Con esta condición de  reflexión de la luz es que tendremos el advenimiento de lo visible, de lo que aparece. La percepción termina entonces de constituirse como un encuadre pues si como intervalo implica un aislamiento de un conjunto de movimientos, ahora en tanto pantalla negra, detiene la luz reflejándola. Partir del movimiento de la luz como pura difusión supone pensar, lógicamente, el universo en un estado ideal, anterior a toda aparición, se trata del universo como el supuesto de toda realidad, lo cual lo definiría tanto invisible como inmóvil, pues en este estado lo que es invisible es la luz tal como lo que es inmóvil es el movimiento. Luego tendremos el aparecer de las imágenes cuyo conjunto es el mundo que se ha vuelto visible y móvil, que ha aparecido

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Teniendo en cuenta lo dicho sobre la imagen como hecho material, el movimiento se relaciona con intervalos y en tanto luz con pantallas negras u opacidades que la revelan. Con esto Bergson nos dice que si pensamos en el cerebro como un forjador de imágenes y en la conciencia como una luz que ilumina el mundo, se trata por el contrario de una  imagen entre otras, de una opacidad. Somos intervalos o no estaríamos en el movimiento y somos pantallas negras o no estaríamos en la luz, con estas condiciones de posibilidad para la aparición de las imágenes en general tenemos al cerebro como el punto más complejo de la imagen viviente. Si bien define al cerebro como una imagen entre otras, es al fin y al cabo una imagen especial cuyas relaciones con el movimiento de la materia y el de la luz hacen posible la formación de otros tipos de imágenes, que por su naturaleza pueden llegar a vincular el hecho del pensamiento.

Pero lejos de situar el pensamiento en un lugar en el cerebro, el análisis de la imagen aborda el hecho de la luz para formular una imagen del tiempo referida al movimiento de la intensidad, pues es un análisis del tiempo lo que aportará los elementos para formular la aparición del pensamiento. Establecer una relación entre el pensamiento, el alma o el espíritu, con el cerebro supone diversas posiciones y un largo proceso del cual nosotros extraemos, con Bergson, la definición del tiempo como una forma de interioridad diferente al del tiempo extensivo, y esto en la medida en la que ni el pensamiento puede reducirse a hechos puramente materiales, ni el tiempo se limita a la sucesión de los hechos. En principio parece tratarse de una mirada materialista pero no hay que olvidar que ésta no se opone a plantear la cuestión de la eternidad.

Con respecto al movimiento del universo material, el cerebro, como materia viva, es un intervalo que posibilita un retardo entre la acción ejecutada la afección percibida, y veíamos que con éste comenzaba una aprehensión del tiempo a partir del recuerdo. En el intervalo, entre la percepción y la acción, aparece la imagen afección como indecisión, como pura indeterminación, por ejemplo, con el miedo, y es la imagen recuerdo lo que llega a ocupar la brecha haciendo posible guiar la acción hacia la mejor elección. No obstante, si con la elección comienza a definirse el pensamiento con relación al tiempo, no se hace evidente un elemento genético sino un pensamiento que ya está implicado en la acción. Por esta razón es necesario pasar del movimiento de la materia al movimiento de la luz, pues la relación entre la imagen y la luz se orienta al aspecto intensivo del mundo.

En este punto aparece la idea del tiempo referido a la luz y con esto otro  horizonte en la comprensión del movimiento. Por no derivarse del desplazamiento de los cuerpos en el espacio no podemos hablar de un tiempo extensivo, con la luz lo que afrontamos es el movimiento de la intensidad, el movimiento intensivo, cuya naturaleza no es la de un movimiento en el espacio. Tenemos una intensidad cuando pensamos en el grado de una escala de gradaciones, es decir, en una cualidad y de ésta decimos que, como tal, se actualiza en las cosas, pero su potencia está en no agotarse en ellas. Su movimiento no es el desplazamiento aunque podamos, como en la ciencia, representarlo en el espacio en función de una medida; pero frente a una cualidad, como un grado de la luz, lo que tenemos son potencias que, como posibilidades, son manifiestas por fuera de toda actualización y un movimiento referido a las caídas y los ascensos propios de la intensidad, que no ocurren en el espacio sino en el tiempo.

Se hace del tiempo un hecho del mundo cuando se le toma por la medida del movimiento extensivo, pero por otra parte, con el movimiento intensivo propio de las cualidades y sus gradaciones, el tiempo comienza a tomarse como un hecho del alma. Podemos servirnos del lenguaje de Spinoza quien, en el siglo XVII define una pasión del ánimo a partir del paso a una mayor o menor potencia frente a las afecciones que nos mueven; en este sentido afirma la indivisibilidad de la extensión pues incluso las captaciones del cuerpo son remitidas a un tiempo del  conatus, es decir a las variaciones del alma definida como la afirmación de la fuerza de existir del cuerpo. Estos “pasos”, en función de nuestro interés, manifiestan la idea de un tiempo producido por las caídas y los ascensos del alma en su relación intensiva con una fuerza. Que el alma pueda pensar un tiempo desvinculado de toda materia es un tema por desarrollar y que alude a la dimensión de las cualidades en tanto que éstas no se agotan en su actualización en las cosas; en todo caso, podemos ver que el movimiento intensivo y la aprehensión del tiempo que resulta de él se relacionan con el alma genéticamente pues el alma misma es un hecho intensivo definido por el encuentro con el tiempo, o mejor, es un hecho temporal definido por su encuentro con la intensidad. Las caídas y ascensos competen tanto a las cualidades como al alma en la medida en la que ocurren en un tiempo que proyecta su eje propio como hecho intensivo.

En términos materiales la luz posibilita la aparición del cerebro determinando el trazado de múltiples vías como manojos de nervios, a su vez, como matriz de toda intensidad, parece plegarse en la imagen viviente y captarse como tiempo, no sólo como la pregunta por un tiempo que le es propio, sino como la aprehensión de este tiempo, su afirmación bajo la forma del alma (el alma como hecho temporal). Si se ha definido el cerebro como una imagen especial que frente a la luz se constituye como una pantalla negra, ésta debe ser pensada más como una opacidad pues con esta noción se ve mejor que en su parición, la imagen con respecto a la luz es el grado cero de la intensidad. Como opacidad, tendremos que su relación con el tiempo intensivo comienza en el momento en el que, con su aparición, también tiene lugar un proceso de intensificación de la opacidad que involucrará una serie de momentos que se constituirán como saltos cualitativos y que llevan a una transmutación de su naturaleza. En otras palabras, con la cuestión de la intensificación de una opacidad tendremos un proceso en el que ésta es llevada a pasar por diversos grados hasta llegar a aprehenderse a sí misma desde una perspectiva temporal, o lo que es lo mismo, hasta llegar a reclamar su autonomía como hecho espiritual, como pensamiento.

Pero para llegar a pensar en un acto del espíritu es necesario mostrar la relación entre la luz y las formas de la intensidad, las cualidades. Con Goethe, esta relación entre el movimiento intensivo y la cualidad se expresa en la relación de la luz con lo visible, es decir, con el color, que es inseparable de la intensidad como luz. La luz es la matriz del tiempo intensivo y su naturaleza se manifiesta por su relación con el color. Con ella, decíamos, lo que tenemos es  la condición por la cual se determina la aparición de la imagen, pero esta vez se trata del mundo como cualidad; esta aparición, en un sentido casi teológico, veremos, implica una pregunta por la creación, pues con ella lo que tenemos son las condiciones de posibilidad y la aparición de la imagen como el reino de la finitud. El desarrollo de la relación entre la imagen y la luz será también la historia del alma y el color, pues con el color se despejarán las tendencias propias de un sistema del mundo que integra tanto al hombre como la existencia de un orden temporal en el que el hombre queda involucrado y ligándolo a un proceso de intensificación

Santiago García Arias

Recibido:Mayo 2013

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