Por: Alejandra Vargas Grajales
La obra de arte debe morir. Si un artista en su vida desea desarrollar un trabajo verdaderamente serio, debe matar todas sus obras. Y matarse a sí mismo en cada una de ellas. Quizás matar y matarse sean la misma cosa a fin de cuentas. Ya que el artista con frecuencia es juez y verdugo de sí mismo…
Cuando digo que una obra de arte debe morir, no me refiero a hacer estupideces literales como acuchillar un lienzo o destruir una pintura haciendo que se triture a sí misma, como en el caso de Banksy. Con esto me refiero a que hacer una obra de arte a veces es como tener un hijo y a veces es como vivir la experiencia del aborto. Es decir que la vida y la muerte conviven en una delgada línea de tiempo.
En ocasiones el artista crea con la intención de dejar o de dar algo de sí al mundo, podríamos decir que crear es el equivalente del proceso de parir una obra. Otras veces, la obra de arte se convierte en un canal para expulsar demonios. Todo lo obscuro, entenebrecido y brumoso del sentir de la vida pulsa por salir a través de la obra. Y en este caso, la obra muere de un modo maravilloso al ser terminada, pues la acompaña un sentimiento profundo de liberación personal, todo lo que se sentía ha quedado plasmado en un soporte; es un exorcismo.
Sea por intención de creación o por intención de expulsión, la obra siempre nace muerta, y el alma del artista se purifica a través de la obra de arte, y la muerte es liberadora; crear algo implica darle vida al momento de gestar la idea y matarlo en el momento de entregarlo al mundo, está dualidad acompaña la vida del artista frecuentemente, y es una dualidad compleja, está cruzada por los afectos, el buen querer me permite crear para dejar algo al mundo, el mal querer me aferra a la espantosa idea de dejar ir algo, de soltar la emoción, el momento y el tiempo de la creación para pasar a algo nuevo y desconocido.
Por otro lado, no es ésta la única muerte que existe, ni la única manera de matar una obra. La segunda muerte de la obra se produce cuando muere el artista, y el tiempo y el espacio han muerto para este, si el legado de su obra se exhibe en el museo, este queda convertido en un cementerio con obras de arte colgadas por todas partes. Podríamos decir que la obra que se exhibe en el museo es obra muerta, y que el museo es el mausoleo de las almas de los artistas, aquel halito de vida que el artista impregnó en la obra el museo lo guarda para recordarnos que alguna vez la obra estuvo viva, y un artista vivo la creó queriendo decir algo… Pero muere el artista y muere su arte, y luego es difícil traer del hades todo lo que se quiso decir y no se dijo en vida.
Por eso este manifiesto propone que matemos el arte y matemos las obras, antes de que el arte nos mate a nosotros los artistas, practiquemos el no aferrarnos a nada, ni a la obra que sale de las entrañas ni al medio a través del cual se produce, ni a la barbarie de la creación ni a la exaltación de los sentimientos más puros y bellos, ¡a nada! ¡a nadie! ¡a nada! …matemos la obra en nuestro interior y en nuestra mente, que la oscuridad nuble el recuerdo de todo lo creado, y dentro de la bruma la luz se haga camino en intervalos de creación que nos permitan ver algo nuevo, algo nunca antes creado por nuestras manos, una revelación que nos ubique nuevamente en el papel de la madre que gesta un hijo, para después no saber si nace vivo o muerto.