En la noche del 20 de febrero del 2015 las luces resplandecían en el Museo la Tertulia, en los jardines y usando la fachada exterior del teatrino como telón, se proyectó el ejercicio a lápiz de Carlos Zúñiga motivando a los más curiosos a ver esas imágenes y preguntarse de dónde salían. A un costado, los tres pisos de la colección permanente dejaban escapar por los traslucidos cristales que sirven como pared lateral, el brillo inaugural del más reciente guion de la colección curada hace unos años por el grupo “En un lugar de la plástica” a cargo ahora de Alejandro Martín curador del museo.
Y hubo bullicio en el edificio, dedos que señalaban, palabras que van y vienen, personas que suben y bajan; una inauguración como tal, alguna copa que no está de más y la noche que marca el compás. Cerca de las diez la mayoría como llegó se fue, el museo retornó a sus horas de silencio y las luces se apagaron regresando a la primera vez en el tiempo. Quien ve una exposición tiene frente a sí además de un contenido simbólico, un resultado que se evalúa en términos de coherencia y claridad conceptual cuyo inicio inmaterial es una idea, pero que arranca como diseño, dibujo y planeación.
Tras la inauguración las puertas se cierran como antes de la misma cuando todo no era más que una pared en producción recién pintada llena de marcas de papeles de colores donde van los trabajos de los artistas que se han distribuido según su tema y tamaño para el espacio.
Y todo empieza a desenvolverse así.
Con un cuidado suficiente y necesario, el grupo de personas encargado de montar las obras las dispone en su correspondiente espacio sin dejar que estas toquen el suelo y en muchas ocasiones tampoco la pared, separadas del piso por dos pequeños rectángulos de madera, parte de los cuadros de la colección del museo esperan su turno de ser fijados en el panel yeso con chazos y tornillos de seguridad que después para ser retirados, habrán de ser arrancados como quien desprende de la tierra las raíces de un árbol.
Mientras tanto, el resto de las obras del museo moran entre laberínticos pasillos aguardando la callada llamada de una idea que provenga ya sea del artista, el curador o algún funcionario de la institución que disponga de su imagen para ser puesta como un reto frente a la mirada del otro. Las obras están ahí, quietas, usadas como prenda de cambio, como el dinero en un banco, patrimonio y sustento del deseo social, cultura y representación, fragmentos de diseño desfuncionalizados de mundos cercanos o que se agotan como una efeméride sin tiempo.
Los cuadros se fijan en la pared a 1,50, altura considerada regular para el público en estas geografías tropicales. Para hacerlo, hay que tomar la medida completa vertical del cuadro y dividir en 2, a ese resultado se le resta la distancia que hay entre la armella o el sistema de colgado hasta la parte superior del marco, luego se le suman los 1,50. En ese total va el tornillo o el sistema de fijación. Con cada hueco surge polvo, elemento infraleve que todo lo habita, este se recoge para minimizar el impacto sobre las obras con un sobre que se coloca justo debajo donde se esté abriendo. Luego se fijan los chazos de expansión y se colocan los tornillos del “sistema” especial de montaje.
Cada cuadro es medido, visto de cerca, de lejos, vuelto a medir, comparado con el que está junto y luego colgado. Las distancias son impecables, el tratamiento del espacio es místico, todo se desenvuelve en el éxtasis del fenómeno que está puesto frente a todos y lentamente va llenando la sala con la magia del color, de la imagen, de la representación.
Más que organizar y proyectar las obras en planos, el ejercicio de la curaduría responde a una supervisión constante de lo pretendido, la imaginación puede visualizar algo, pero vuelto realidad en el acto, la consideración inicial puede variar. Y cual si fuera una sinfonía, la mirada del curador revisa los lugares y posiciones conjurando color, tema, forma. Un ejercicio de comprensión entre espacio e idea en el que con o sin intención, la determinación del propio gusto se termina interponiendo entre la idea general y lo concretado. Va surgiendo más que como pretensión, y cuando uno como espectador entra y observa todo montado en su lugar, puede ver un orden, un caos, una idea perdida o claramente interpretada, esa es la voz del curador que habla a través de un metalenguaje, en códigos, en cuadros.
Los cuadros se miden, se cuentan, se planean, se suponen, se ponen, se instalan, se aseguran y mientras tanto se van moviendo en la aparente quietud del lienzo, se sustentan, se nivelan, se dejan. De lejos se miran, pasa a ser uno más dentro del montaje en general. Una obra es una obra, plena de símbolo y alegoría, entre cien obras más en una obra en general, dentro del universo del todo por igual, la individualidad se pierde.
El museo es una obra en sí misma que da soporte a otra obra, un cuerpo que presta el simulacro, y es metamorfo, cada tanto se llena de papeles rotos, clavos, metros y martillos, toda una obra en el sentido pleno de la palabra y sus acepciones. ¿Cómo perdura la experiencia sobre lo que en permanente cambio está? ¿Cómo dejar una curaduría clara en el entramado del lugar y lo que lo compone? Fotografías antes de abrir, mientras la obra se va volviendo guión y luego montaje en un circuito que durante algunos meses permanece.
Fotografías y texto:
Luis Felipe Vélez
Cali, Enero 2016
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Para todos los curiosos.
Para mí sucede algo similar con nuestro nombre, ¿es el curador el que elige dónde y cómo exponer la obra? ¿son nuestros padres los que eligen nuestro nombre? O ¿es la obra la que elige dónde y cómo ser expuesta así como somos nosotros quienes elegimos nuestros nombres? ¿es el contexto en que se ubica la obra o es la obra en sí? ¿es nuestro nombre o es por quién somos?
En fin, para variar un poco, les dejo esto que encontré y que nos pone a pensar un poco y por qué no, bastante.